Nunca me ha gustado llorar. De hecho, lo odio. Y a pesar de todo, a lo largo de mis diecisiete lo he hecho tantas veces, en tantas ocasiones y por tantos motivos…Lágrimas derramadas por familiares muertos, por los amigos que perdí, por las cosas que hice, y por las que debí hacer, por las palabras que dije, y por las cosas que callé, por gente que lo merecía, y por gente que no, por las personas que quiero y las que dejé de querer.
Puede que ese sea el motivo. Puede que haya derrochado mis lágrimas, y puede que en vez de aliviarme sólo sirvan para torturarme. Demasiadas veces he llorado por las personas equivocadas.
Pero es que a veces, la tristeza puede conmigo cuando algo va mal. Cada una de esas gotitas de agua salada que sale de mis ojos es un motivo para no ser feliz.
Y aún así, sin saber cómo ni de dónde, encuentro fuerzas para levantarme, porque todo puede salvarse, cuando sabes que aún hay gente que te estará esperando al salir del agujero.
Pero, ¿qué pasa cuando los únicos a los que puedes acudir para consolarte son los que te han decepcionado? ¿Qué te queda entonces? Porque duele saber que te han decepcionado, pero duele aún más saber que no les importa.
Por eso, a partir de ahora, lloraré sólo cuando lo necesite de verdad, cuando las lágrimas sean imposibles de frenar, cuando ya no pueda más, cuando el mundo se me caiga encima y no me pueda levantar.
Y si lloro, lloraré sola. Porque ahora más que nunca, me doy cuenta de que nadie compartirá mis lágrimas.